La orden

La orden

“Antes de que acabe el acto te habrás corrido delante de mí. Móntatelo como quieras”. La orden la toma por sorpresa y causa en María sentimientos contradictorios. Por un lado miedo a la exposición, es muy arriesgado. Pero por otro es algo muy, muy morboso.

Masturbarse delante de su marido durante el festival de fin de curso de sus hijos, es un acto cruel y despiadado. Manolo sabe perfectamente lo vergonzosa y cobarde que es. Lo sabe y a pesar de todo se lo ordena. Es un cabrón, pero un cabrón que la pone a doscientos.

Antes de empezar la actuación se retira de forma discreta. Es el momento de inspeccionar el colegio. Un colegio carísimo regido por monjas, muy cercano al Opus Dei. Cualquier indiscreción puede resultar trágica, no van a perdonar. Por mucho que lo diga el Evangelio.

Se pasea por los pasillos, todas las habitaciones están cerradas. Incluidos los cuartos de mantenimiento. Sólo los lavabos permanecen accesibles. Pero un lavabo es un peligro, entra y sale mucha gente.

Decide cruzar la puerta de entrada al convento. Es una línea roja psicológica muy importante. Ahora ya no tiene respuesta ante la pregunta “¿Qué hace usted aquí?” y la vergüenza que la acompaña. Pero sigue adelante, una orden es una orden. Las consecuencias de no obedecerla son mucho peores.

El convento está construido alrededor de un claustro neogótico. En una de las esquinas hay una lujosa puerta de roble medio abierta. La empuja y entra. Es el despacho de la directora. Un despacho para nada austero.

Todo es iconografía católica pero no precisamente barata. Una cruz de plata de tamaño considerable preside la mesa. Es de caoba. Abrecartas de plata, pluma de plata y bolígrafo de plata. Y una lámpara lujosa. La estantería también de caoba repleta de libros con encuadernación de piel. Ni uno solo de bolsillo. Delante de la mesa un tresillo de terciopelo rojo y madera noble. Quizá la superiora haya hecho voto de pobreza, pero el colegio no. Es evidente.

“Has encontrado un sitio discreto” Una voz irrumpe a su espalda. Es conocida pero no por eso produce menos sorpresa. “Vaya susto me has dado” le dice “¿Me has seguido?

– Ha sido muy divertido verte recorrer el colegio intentando obedecer mis órdenes.

– Calla ¿Por qué me mandas estas cosas? Esto es peligroso.

– Te las mando porque quiero y porque te joden. Me encanta joderte, en todos los sentidos. Pero déjate de tonterías. Has venido a hacer algo. Estoy esperando.

María se sube el vestido para dar acceso a sus manos. Masturbarse delante de Manolo ya le produce vergüenza. Pero hacerlo en ese escenario aún más. Él lo sabe y por eso se lo ordena. Baja su mano hasta introducirla debajo del tanga para acceder al clítoris. Él la contempla con esa media sonrisa de cabronazo satisfecho.

Poco a poco la vergüenza va despareciendo para ser ocupada por el morbo y la excitación. Plantada allí delante, con las piernas separadas y la mano trazando movimientos circulares sobre su vulva, con el crucifijo a su espalda María está muy atractiva. Manolo empieza a excitarse, a excitarse mucho.

María lleva ya unos minutos, está a punto de llegar. Ahora sólo tiene una idea fija en la cabeza correrse ¿Por qué le resulta tan fácil hacerlo en esas circunstancias? Cualquier persona quedaría atenazada por el miedo pero ella está allí, a punto de conseguirlo.

Manolo suelta ahora una carcajada y acentúa los gestos de su cara burlona. No necesita articular palabra alguna, su expresión dice, sin lugar a dudas “¿Lo ves?”.

En ese momento se oye un rumor. Voces de gente acercándose. No pueden salir, están demasiado cerca. En un movimiento rápido y brusco Manolo la coge de la mano y la obliga a ocultarse tras el tresillo.

Tienen suerte, por poco, evitan ser sorprendidos por la Madre Superiora y el mismísimo Obispo. Aunque por la forma de comportarse no está muy seguro que puedan llegar a darse cuenta de su presencia.

Entran literalmente pegados el uno a la otra. Las manos del obispo sobre los pechos de la Superiora los magrean por detrás. A penas hablan. Su ilustrísima la obliga a apoyar las manos en la mesa. Le levanta los hábitos de la mujer dejando al descubierto unas nalgas redondas y unas piernas torneadas.

Está buena la abadesa piensa María desde su escondite. Está buena y tiene buen gusto porque lleva unas medias negras con liguero que además de realizar sus piernas son elegantes. Unos zapatos de tacón hubieran rematado el conjunto pero también se hubieran oído. En su lugar luce un zapato plano discreto. No lleva bragas.

Monseñor desabrocha con rapidez su sotana y libera un pene de proporciones más que adecuadas. Sin mucho miramiento lo introduce en la mujer. Por la facilidad con la que ha entrado tiene que ser la vagina, piensa María.

La mujer suelta un gritito de placer, está excitada. Las primeras embestidas son suaves pero con el tiempo el ritmo aumenta. Y aumenta también el volumen de cada gemido. Ahora son prácticamente gritos. Ha de estar muy segura de la ausencia de personal en el convento para comportarse así, piensa María. Muy segura o muy excitada.

De repente la abadesa tira a su pareja hacia atrás para apartarse de la mesa. Con una mano se apoya y la otra la utiliza para masturbarse. Ahora la escena se ha vuelto salvaje, descontrolada. El obispo está rojo por el esfuerzo pero no cesa en sus embestidas. La monja se contonea, grita, babea.

Fascinada María observa las evoluciones de la “santa pareja” detrás del tresillo cuando escucha un susurro en su oído: “A qué esperas, termina tu trabajo”. Ella gira la cara mostrando incredulidad pero el gesto severo de Manolo no da lugar a dudas.

Vuelve a bajar su mano y vuelve a jugar con su clítoris. El calentamiento previo unido a la escena que presencia lo hace todo mucho más fácil. No necesita mucho tiempo para volver al estado previo a la entrada de la pareja. Ella es también gritona pero se reprime cuanto puede. Llega a ponerse la mano en la boca.

Manolo, a su lado, se ríe entre dientes. Disfruta viéndola pasar vergüenza y, sobre todo, obedecer.

María se corre con una mezcla de miedo, vergüenza, placer y cabreo. Cabreo por la orden de Manolo y, sobre todo, por obedecerla. Una auténtica delicia.

La abadesa llega a un sonoro y claro orgasmo y el obispo unos segundos después con un sonido sordo, desplomándose sobre ella. El cuerpecito de la superiora apenas puede soportar el peso y le da un codazo para liberarse.

Monseñor sale de ella, oculta su pene en la sotana, adoptando a continuación una pose digna. Ella cubre sus piernas y arregla sus hábitos. Se santigua. “Hemos vuelto a pecar”. “Sí hija, le contesta adoptando una pose compungida. Voy a la capilla a rezar para que Dios nos perdone”. “Yo me quedaré aquí para hacer lo mismo”

La monja busca en un cajón del escritorio y saca un objeto levanta su hábito y se lo coloca en el muslo y lo aprieta con fuerza. Des de donde están no lo pueden ver del todo, pero parece un cilicio.

Tras colocarse el instrumento de penitencia se arrodilla ante la cruz de plata para expiar su culpa. Pero sus oraciones se ven interrumpidas por una carraspera forzada. Es Manolo que se ha hecho notar. La cara de María es un tomate maduro. Está anonadada. Pero Manolo hace caso omiso y declara: “Bueno, creo que nuestra hija no va a tener problemas para sacar unas buenas notas en este colegio ¿Verdad abadesa?

La mujer está en shock, no suelta palabra. Pero a Manolo no parece importarle, el mensaje está lanzado y está seguro de que ha llegado a su destino. “Un día de estos se vendrá a rezar con nosotros ¿Verdad? Cuando no estén las niñas, claro”.

“En cuanto a ti – le dice a su mujer – ve pasando para el lavabo, tu premio está preparado”.

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