Desde el despertar de mi interés por relacionarme con otras personas sexual y afectivamente nunca me he creído lo de la pareja exclusiva.
Quizá sea consecuencia de una reacción a los rígidos valores nacional católicos de mi colegio. O quizá fruto de una reflexión razonada. Prefiero pensar lo último.
Sea como fuere nunca he creído tener el derecho a decirle a la otra persona qué puede o no puede hacer con su cuerpo, incluso siendo mi pareja.
La primera prueba de tal cosa la tuve durante mi adolescencia. Por aquel entonces pasaba el verano en Setcases, el pueblo más bonito del mundo, y tenía una medio novia en Camprodón.
Por culpa de tener muchas asignaturas pendientes para septiembre no podía bajar cada día. Sólo la veía durante el fin de semana.
El caso es que uno de esos fines de semana quedamos y la chica, muy preocupada, confesó haberse liado con otro chico el jueves anterior. Mi respuesta fue: «¿Y te has divertido?»
Su reacción fue airada, furiosa. En lugar de considerarlo respeto a su libertad se lo tomó como una falta de consideración. Una prueba de mi falta de interés real. Por supuesto la relación no fue a más.
A partir de ahí decidí ocultarlo. Tuve dos relaciones más y a ninguna de mis dos parejas les confesé mi ideología liberal. Los noventa fueron mucho más puritanos que los ochenta, renació con fuerza el concepto más tradicional de pareja. E intenté adaptarme. Total basta con cumplir la palabra dada. Requiere esfuerzo pero se puede hacer.
No sé si fue algo inteligente o no, pero aún así no quedé a salvo. Porque la posesión debe ser militante. Debes mostrarte celoso y si no lo haces, esta actitud será interpretada como falta de interés.
«Si no sientes celos no tienes una relación normal», te repiten una y otra vez. Además, tu pareja te exige demostraciones periódicas. Y si se te ocurre no responder a ciertas provocaciones, lo tienes claro.
Si los sientes pero te comportas con respeto a la libertad de la otra persona, continúas teniendolo claro. O peor aún se te toma por una persona fría, sin sentimientos. incluso sin dignidad. Parece que la dignidad de uno depende de cómo y con quién comparte sus genitales tu pareja.
A partir de un momento de mi vida decidí hacerlo público. Tanto a mis parejas como a mis amigos. Y como resultado obtuve una profunda incomprensión. Más por parte de mis parejas.
La reacción fue normalmente de incredulidad y sospecha. Si eres liberal no sólo no aprecias realmente a tu pareja, además te vuelves poco fiable. Se sobreentiende que no te vas a poder contener.
Y nada más lejos de la realidad.
Las personas frecuentadoras de locales y fiestas liberales demuestran un gran dominio y control. De otro modo no podrían frecuentar el ambiente, serían expulsadas.
Pero da igual. Si tienes una concepción no exclusiva del amor o el sexo eres un pervertido, cuando no un pobre hombre desesperado e incapaz de “controlar” a su pareja.
Si eres liberal y tu novi@ no, tienes dos opciones: Callar o ser sincer@. Yo he experimentado ambas. Para mí ha tenido menos consecuencias callar. Aunque, como ya he expuesto antes, siempre es necesario montar algún numerito de celos. Sino no eres creíble.
La sinceridad, el exponer tus ideas es más coherente, por supuesto. Pero te complica la vida. Y le complica la vida a la otra persona.
Salir con alguien liberal por muy cerrada que sea tu pareja genera un montón de preguntas entre las personas cercanas a tu novi@ “¿Pero entonces no tiene dignidad?” “¿Eso es amor?” “¿Ni un poquito de celos?” “¿Y cómo sabes que no te está engañando ahora mismo?” Es difícil argumentar y justificar continuamente y al final, se cansan.
También puede resultar más liberal de lo que pensabas. Miel sobre hojuelas. Pero es poco probable.
La sociedad te quiere exclusiv@ y celos@. Y ese mandato afecta a tus relaciones. Lo puedes gestionar mejor o peor pero ahí está y molesta.
Si te sirve de consuelo piensa que a las parejas puramente “verticales” no les va mucho mejor. Aunque la fachada indique otra cosa.
La Vicaría. Fortuny
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