
Cena con su diosa
Antes de llamar a la Puerta Antonio hace una pequeña pausa para pensar. Algo no encaja. Su diosa lo ha invitado a cenar y lo ha hecho con amabilidad. Sin exagerar, claro, pero anormalmente cariñosa. Sólo lo ha llamado perro una vez y con un tono considerablemente delicado.
Tiene un hambre atroz. Le ha ordenado sólo ingerir líquidos durante 4 días. Sin duda prepara algo especial para él ¿Pero qué? Una sonriente Diosa Isis le abre la puerta. Como siempre Antonio se arrodilla tocando con la frente al suelo. Si bien ha tomado su nombre del Antiguo Egipto, no es menos admiradora de las tradiciones japonesas. Sobre todo si representan humillación o castigo para el sumiso. Esa concretamente se llama dogueza y sirve para pedir perdón. Algo totalmente adecuado porque al ser él un “gran trozo de mierda”, en palabras de su diosa, debe siempre excusarse por el simple hecho de existir.
Pero extrañamente lo ayuda a incorporarse. Eso es raro, muy raro. Lo hace pasar al comedor y ¡Le ofrece una cerveza! “En cinco minutos está” le dice mientras vuelve a la cocina a terminar su trabajo.
¡Le ha dado una cerveza! A él, al perro más perro de la galaxia de los perros. Ni siquiera se hace el remolón. Da un par de tragos largos, a ver si al menos así se calma un poco su hambre y controla el impulso de lanzarse directamente sobre la cocina. El olor es delicioso y sus tripas empiezan a sonar como la sección de viento de la Filarmónica.
“Quizá no quiera jugar hoy. A lo mejor tiene problemas y sólo quiere hablar.” Piensa. Consulta su whatsapp, continúan allí los cinco iconos de cara roja, el indicativo de inicio del juego. Y no hay ninguna cara sonriente, señal de finalización. Pasados ya unos veinte minutos su alerta se ha ido relajando. Se siente un poco decepcionado, seguramente no habrá castigo hoy. Una pena, pero si no quiere, no quiere. Aunque durante la cena le recordará la necesidad de seguir los protocolos.
Observa la mesa, ya está preparada. Sin embargo sólo hay platos y cubiertos para una persona. Quizá todo haya sido improvisado. Seguramente, en el último momento, ha cambiado de opinión y ya no quiere jugar.
Va a la cocina con la intención de hacerse con platos, vasos y cubiertos. “Tienes aquí los platos ¿Verdad?” le pregunta. Y justo en el momento de hacer el ademán para abrir el armario de al lado de la nevera en busca de la vajilla recibe una bofetada descomunal. La gran diferencia de tamaño a su favor lo salva de ir directamente al suelo, pero su mejilla enrojece casi al instante.
“Póstrate perro” le ordena. Él obedece arrodillándose hasta tocar con la frente el suelo. “¿Pero tú qué te has pensado pedazo de mierda? ¿Te crees que has venido a comer? ¿A comer con tu diosa? ¿Como si fuéramos dos amigos?” Y se le escapa una sonora carcajada. “Levántate ¡Vamos! Lo apremia. “Ve al comedor y quítate toda la ropa ¡Rápido!”
De pie en medio de la estancia Antonio siente el miedo a flor de piel. Augura castigos mucho más contundentes de los de una sesión normal. Porque ahora está cabreada, muy cabreada.
La mujer da vueltas a su alrededor mientras chasquea una fusta. La debía tener en la cocina porque no la había visto en el comedor “¿Quieres decir algo?” le pregunta flojito al oído. Antonio sabe perfectamente de qué va esa pregunta si dice la palabra de seguridad el juego se acaba en ese momento y está un poco indeciso, le ha gustado ese sueño de buen trato por parte de su diosa, pero le puede el morbo y calla. Decide esperar sumiso su penitencia. “Muy bien. Pues ahora apoya las manos en el sillón y saca bien el culo.”
Los golpes con la fusta resuenan en la casa. Vivir aislada en su parcela de la residencia con el hogar más próximo a cien metros es sin duda una ventaja. A su diosa le gusta enrojecerle las nalgas pero hoy se está esmerando. Cada golpe duele más que el anterior y a veces no da con el cuero sino con el palo. Entonces duele más. Si no está sangrando es por un milagro.
Después de detenerse, más por cansancio que por piedad, le ordena poner las manos en la espalda. Las ata con maestría como siempre y tirando de su pelo lo obliga a erguirse.
“Bueno perro, querías estar a la misma altura que tu diosa. Pues mira, has tenido suerte. Se va a cumplir tu deseo. Vas a poder sentarte en una silla y contemplar cómo se da un buen homenaje en tus narices.
Al retirar la silla su diosa, Antonio contempla algo sobresaliendo. Se trata de un dildo de unos veinte centímetros de largo y bastante grueso. “La cosa es bastante sencilla. Vas a sentarte con esto metido en el culo. Y no sólo eso, te moverás arriba y abajo para conseguir correrte. Si lo consigues te dejaré comer algo.”
Tras decir esto y sin muchos miramientos su diosa toma una buena cantidad de lubricante y empieza a depositarlo encima del juguete. A continuación hace lo mismo con su ano, sin dejar de introducir uno, dos y hasta tres dedos.
Antonio lo agradece pese al dolor, porque así acostumbra su esfínter a relajarse. Y va tener que relajarlo mucho para conseguir meterse eso. A continuación y tirando igualmente del pelo lo guía hasta la silla. “Siéntate” le dice con tono imperativo.
El hombre baja su culo a ciegas intentando encontrar la punta del artefacto. Una vez conseguido esto trata de bajar a la vez que relaja su ano para intentar que entre. Lo intenta una y otra vez pero no lo consigue, es demasiado gordo.
“Vamos inútil, estoy esperando ¿Quieres que te lo meta yo?” Grita Diosa Isis.
Estas últimas palabras lo terminan de incentivar. Siente dolor, pero sabe que puede ser mucho peor si su diosa toma cartas en el asunto. Poco a poco va entrando. Antonio nota como literalmente se le abren las carnes. El dolor es intenso pero también lo es el miedo. Por fin termina por entrar casi por entero.
“Bueno, ya puedes empezar”. Le dice su diosa antes de ir a la cocina por su comida.
Antonio sube y baja su trasero mientras contempla a Isis comiendo con total felicidad. Al dolor propio de tener un grueso dildo en el ano se le añade la angustia de encontrarse tan cerca de saciar su hambre y no poder. Hambre, dolor y humillación tres conceptos hábilmente combinados por la diosa que lo mira y ríe.
En más de una ocasión su diosa se levanta, va donde está él y mastica junto a su oído. O le escupe parte del vino. Eso sí, en alguna zona de la cara a la que no llega su lengua. No vaya a darse un atracón.
En cada subida, al llegar a la parte superior del falo, nota como la punta redondeada estimula su próstata. Y eso le proporciona placer. Cada vez siente menos dolor y más placer. Su esfínter se ha relajado y ahora todo es más fácil.
Antonio intenta acelerar el proceso. Las oleadas de placer son cada vez más frecuentes y siente una necesidad imperiosa de dejarse ir. Pero no puede, o mejor dicho no debe. Se reprime porque su diosa aún no le ha dado permiso. Pone cara de perrito suplicante y con un hilo de voz dice “¿Puedo correrme mi diosa?”
Los fríos ojos de Diosa Isis le contestan. No le hace falta decir nada. La escena se repite hasta cuatro veces. Pero ella continua fría como un témpano. Suplica por quinta vez. Algunas sumisas pueden disimular sus orgasmos pero él es un hombre. No puede hacerlo.
Presenta una tremenda erección. Su glande tiene un color granate tirando a morado, su próstata está a punto de reventar. Necesita correrse y así lo manifiesta “Mi diosa, por favor, por favor, por favor…”
Isis hace un ademán con la mano, como quien espanta una mosca. Esa es la señal, por fin puede dejarse ir. Un chorro de semen sale disparado dejando una abundante mancha blanca y espesa sobre los manteles negros.
“Gracias mi diosa” dice Antonio mientras la mira con una mezcla de agradecimiento y prevención. Se ha corrido con su permiso, eso está claro. O no tan claro, porque ella no ha hablado. Si se trata de un error está perdido. Ese dildo no va a salir de su culo en toda la noche
Pero sus temores se demuestran inútiles, su diosa sonríe y asiente mientras saborea un sabroso bocado de cordero en salsa. Eso puede indicar dos cosas: Que esté satisfecha o que esté maquinando un castigo mucho peor.
“Ves tonto era muy fácil ahora ya podrás comer sin ofender a tu diosa”. Le dice Isis mientras se incorpora para ponerse en pie. Con pasos decididos, marcándolos con el taconeo de sus botas se dirige hasta donde está Antonio. Lo ayuda a levantarse y a la vez liberarse del dildo, pero no lo desata.
Lo agarra del pelo y dirige su cabeza hasta donde están los restos de su eyaculación. “Te dije que podrías comer y lo prometido es deuda ¡Vamos perro déjalo todo bien limpio! Exclama entre risas no sin antes girar la cabeza hacia su pecho.
Antonio ve horrorizado una mancha de semen justo encima de pecho izquierdo. Ella, dirige también su mirada a esta punto y con una amplia sonrisa dice: “De esto vamos a hablar tú y yo cuando termines de comerte tu propia lefa”.
